El amor es para muchas
personas un valor absoluto: lo consideran la fuerza que mueve el mundo; el amor
todo lo puede; con el amor basta.
¿De verdad, eso es todo?. Con esta pregunta no pretendemos negar o criticar el valor del amor. Pretendemos, más bien, mirar de qué manera esto sucede o, con otras palabras, qué condiciones se necesitan para que el amor fluya en toda su fuerza y potencialidad. Es lo que Bert Hellinger llama “los órdenes del amor”.
Una imagen puede ayudarnos. Un río es una corriente de agua que discurre por un cauce. Sin cauce, el agua se desparrama. Entonces puede resultar fecunda o destructiva. También el cauce puede obturarse, y entonces el agua deja de fluir y se estanca. El cauce es, simplemente, necesario para que el agua llegue a su destino.
Nacemos de unos padres. No hemos aterrizado desde la estratosfera por arte de magia. Nacer significa que no venimos a la vida desde la total autonomía, sino que venimos a la vida a partir de alguien. Es decir: nacemos vinculados. Toda forma de existencia tiene esta naturaleza vinculada.
Entre iguales, este vínculo supone un intercambio, un equilibrio entre lo que cada uno da al otro y cada uno toma del otro. Sin este intercambio equilibrado, el vínculo entre iguales no puede mantenerse.
Pero en el origen de la vida o de la existencia, el vínculo es de naturaleza desigual. Un río procede de una fuente, y no al contrario. No hay río que suministre agua a su propia fuente. También es verdad que el río puede, más adelante, suministrar su agua a otros ríos, los cuales se alimentarán de aquél. Parece una obviedad: el río fluye en una dirección, y no en la contraria.
Esto no significa que los hijos no amen a sus padres. Significa que, a diferencia del amor entre iguales, que consiste en el intercambio equilibrado del dar y el tomar a que hemos hecho referencia, el amor entre padres e hijos responde a otra dinámica: los padres dan, los hijos toman. Los padres son los grandes, los anteriores, la fuente: el flujo natural de su amor como padres es el de dar. Los hijos son los pequeños, los posteriores y, en consecuencia, toman.
Este equilibrio desigual se rompe cuando un hijo, por ejemplo, pretende ser más grande que sus padres. Bert Hellinger llama a esto “arrogancia”. El hijo dice a los padres: “soy mejor que vosotros, lo hago mejor que vosotros”. Ciertamente el río puede llegar lejos, y sin duda los padres se alegrarán de ello. La fuente se siente satisfecha de lo lejos que puede llegar el río. Pero esto no hace al hijo más grande que sus padres: continuará siendo tributario de ellos, en el sentido de que jamás podrá devolverles lo recibido, como el río no puede alimentar a su fuente. El amor consiste, entonces, en respetar su grandeza, tomar lo que recibe y mostrar gratitud.
El equilibrio también se rompe, por tanto, cuando el hijo se niega a tomar. El hijo dice a sus padres: “no quiero lo que me dais” o “no lo quiero a ese precio”. Sencillamente, esto no es posible. Tenemos aquí una especie de autosuficiencia, el río pretende que por él discurran otras aguas diferentes a las que recibe, como si pudiera decidir quién es a base de ignorar de dónde viene.
Estos órdenes del amor no son para nada preceptos morales. Son, sencillamente, condiciones básicas para que el amor fluya, para que el agua no se disperse o no se estanque. Quienes pretendan ignorar estas condiciones tendrán, con toda seguridad, importantes dificultades para experimentar el amor en su vida. Así de simple: nadie puede verdaderamente amar si primero no sabe recibir y agradecer.
Esto que decimos de padres e hijos tiene, como es natural, valor extensivo a las diferentes generaciones. En el seno de lo que Bert Hellinger llama “alma familiar”, todos tienen un lugar de dignidad y de respeto. Y todos quiere decir, exactamente, “todos”. Y significa algo muy preciso y de gran importancia en este ámbito de los órdenes del amor: el alma familiar no acepta exclusiones. Cuando alguien es excluido, el flujo del amor se resiente.
Hay muchas formas de excluir: ignorar, olvidar o marginar, son algunas de ellas. Pero también se excluye a alguien juzgándolo y condenándolo, o descalificándolo de muchas maneras: “la abuela fue una puta”; “el abuelo fue un borracho”; “tu tío estaba loco y nos hizo sufrir mucho”. No se trata aquí de perdonar nada, sino de comprender que nada de lo que alguien haga le puede privar de su derecho a la pertenencia. A veces la víctima se cree con el derecho a ser verdugo: esta actitud no sólo no arregla nada, sino que perturba aún más los órdenes del amor: alguien posterior asumirá un destino semejante al de la persona excluida. En este sentido, cualquier venganza, o arrogancia, o desorden, se convierte en una especie de boomerang. Alguien posterior sufrirá las consecuencias, y nadie encontrará explicación a su sufrimiento.
Estamos hablando de lo que Bert Hellinger llama “destino ciego” o “amor ciego”. Amor ciego es el del hijo que, para compensar la marginación que sufrió alguien anterior, asume, sin saberlo, su mismo destino. Amor ciego es el del hijo que, viendo que sus padres han sido infelices, no se permite a sí mismo ser feliz, como si al serlo se convirtiese en una especie de traidor. En este caso, aunque aquí no se trate de una exclusión, el hijo no toma de sus padres o pretende, con su infelicidad, ser digno de ellos o compensarles de alguna forma. Trabajo inútil: la ceguera la produce, en este caso, la idea de que se puede compensar una desgracia con otra desgracia, convirtiendo así en estéril el sufrimiento de los padres. No hay mejor manera de “purgar” la infelicidad de los que nos precedieron que llevar una vida feliz y fecunda.
A veces pensamos que la vida nos pertenece, o que podemos hacer con ella lo que queramos. Probablemente es más cierto lo contrario: nosotros somos los que pertenecemos a la vida que, querámoslo o no, tiene sus reglas, llenando de dicha a quien, humildemente, recoge todo de quienes le precedieron, reconoce a todos su lugar y se abre a intercambiar y a transmitir lo recibido. La pretensión de otra cosa solo acarrea, como atestiguan diversas tradiciones, la expulsión del Paraíso.
¿De verdad, eso es todo?. Con esta pregunta no pretendemos negar o criticar el valor del amor. Pretendemos, más bien, mirar de qué manera esto sucede o, con otras palabras, qué condiciones se necesitan para que el amor fluya en toda su fuerza y potencialidad. Es lo que Bert Hellinger llama “los órdenes del amor”.
Una imagen puede ayudarnos. Un río es una corriente de agua que discurre por un cauce. Sin cauce, el agua se desparrama. Entonces puede resultar fecunda o destructiva. También el cauce puede obturarse, y entonces el agua deja de fluir y se estanca. El cauce es, simplemente, necesario para que el agua llegue a su destino.
Nacemos de unos padres. No hemos aterrizado desde la estratosfera por arte de magia. Nacer significa que no venimos a la vida desde la total autonomía, sino que venimos a la vida a partir de alguien. Es decir: nacemos vinculados. Toda forma de existencia tiene esta naturaleza vinculada.
Entre iguales, este vínculo supone un intercambio, un equilibrio entre lo que cada uno da al otro y cada uno toma del otro. Sin este intercambio equilibrado, el vínculo entre iguales no puede mantenerse.
Pero en el origen de la vida o de la existencia, el vínculo es de naturaleza desigual. Un río procede de una fuente, y no al contrario. No hay río que suministre agua a su propia fuente. También es verdad que el río puede, más adelante, suministrar su agua a otros ríos, los cuales se alimentarán de aquél. Parece una obviedad: el río fluye en una dirección, y no en la contraria.
Esto no significa que los hijos no amen a sus padres. Significa que, a diferencia del amor entre iguales, que consiste en el intercambio equilibrado del dar y el tomar a que hemos hecho referencia, el amor entre padres e hijos responde a otra dinámica: los padres dan, los hijos toman. Los padres son los grandes, los anteriores, la fuente: el flujo natural de su amor como padres es el de dar. Los hijos son los pequeños, los posteriores y, en consecuencia, toman.
Este equilibrio desigual se rompe cuando un hijo, por ejemplo, pretende ser más grande que sus padres. Bert Hellinger llama a esto “arrogancia”. El hijo dice a los padres: “soy mejor que vosotros, lo hago mejor que vosotros”. Ciertamente el río puede llegar lejos, y sin duda los padres se alegrarán de ello. La fuente se siente satisfecha de lo lejos que puede llegar el río. Pero esto no hace al hijo más grande que sus padres: continuará siendo tributario de ellos, en el sentido de que jamás podrá devolverles lo recibido, como el río no puede alimentar a su fuente. El amor consiste, entonces, en respetar su grandeza, tomar lo que recibe y mostrar gratitud.
El equilibrio también se rompe, por tanto, cuando el hijo se niega a tomar. El hijo dice a sus padres: “no quiero lo que me dais” o “no lo quiero a ese precio”. Sencillamente, esto no es posible. Tenemos aquí una especie de autosuficiencia, el río pretende que por él discurran otras aguas diferentes a las que recibe, como si pudiera decidir quién es a base de ignorar de dónde viene.
Estos órdenes del amor no son para nada preceptos morales. Son, sencillamente, condiciones básicas para que el amor fluya, para que el agua no se disperse o no se estanque. Quienes pretendan ignorar estas condiciones tendrán, con toda seguridad, importantes dificultades para experimentar el amor en su vida. Así de simple: nadie puede verdaderamente amar si primero no sabe recibir y agradecer.
Esto que decimos de padres e hijos tiene, como es natural, valor extensivo a las diferentes generaciones. En el seno de lo que Bert Hellinger llama “alma familiar”, todos tienen un lugar de dignidad y de respeto. Y todos quiere decir, exactamente, “todos”. Y significa algo muy preciso y de gran importancia en este ámbito de los órdenes del amor: el alma familiar no acepta exclusiones. Cuando alguien es excluido, el flujo del amor se resiente.
Hay muchas formas de excluir: ignorar, olvidar o marginar, son algunas de ellas. Pero también se excluye a alguien juzgándolo y condenándolo, o descalificándolo de muchas maneras: “la abuela fue una puta”; “el abuelo fue un borracho”; “tu tío estaba loco y nos hizo sufrir mucho”. No se trata aquí de perdonar nada, sino de comprender que nada de lo que alguien haga le puede privar de su derecho a la pertenencia. A veces la víctima se cree con el derecho a ser verdugo: esta actitud no sólo no arregla nada, sino que perturba aún más los órdenes del amor: alguien posterior asumirá un destino semejante al de la persona excluida. En este sentido, cualquier venganza, o arrogancia, o desorden, se convierte en una especie de boomerang. Alguien posterior sufrirá las consecuencias, y nadie encontrará explicación a su sufrimiento.
Estamos hablando de lo que Bert Hellinger llama “destino ciego” o “amor ciego”. Amor ciego es el del hijo que, para compensar la marginación que sufrió alguien anterior, asume, sin saberlo, su mismo destino. Amor ciego es el del hijo que, viendo que sus padres han sido infelices, no se permite a sí mismo ser feliz, como si al serlo se convirtiese en una especie de traidor. En este caso, aunque aquí no se trate de una exclusión, el hijo no toma de sus padres o pretende, con su infelicidad, ser digno de ellos o compensarles de alguna forma. Trabajo inútil: la ceguera la produce, en este caso, la idea de que se puede compensar una desgracia con otra desgracia, convirtiendo así en estéril el sufrimiento de los padres. No hay mejor manera de “purgar” la infelicidad de los que nos precedieron que llevar una vida feliz y fecunda.
A veces pensamos que la vida nos pertenece, o que podemos hacer con ella lo que queramos. Probablemente es más cierto lo contrario: nosotros somos los que pertenecemos a la vida que, querámoslo o no, tiene sus reglas, llenando de dicha a quien, humildemente, recoge todo de quienes le precedieron, reconoce a todos su lugar y se abre a intercambiar y a transmitir lo recibido. La pretensión de otra cosa solo acarrea, como atestiguan diversas tradiciones, la expulsión del Paraíso.
LA ACTITUD AMOROSA
Las ideas
principales de Bert Hellinger sobre los Órdenes del amor, tal como han sido
expuestas en un artículo anterior de esta Revista, se hallan en la base de su
práctica terapéutica. Estas ideas -es importante dejarlo claro- no constituyen
en modo alguno algo parecido a un cuerpo dogmático ni tampoco un conjunto de
afirmaciones metafísicas. Buena parte de ellas son comunes a otras escuelas de
terapia sistémica, como la estructural (Salvador Minuchin) o la
transgeneracional (Ivan Boszormenyi-Nagy). Otras son aportaciones originales de
Bert Hellinger. En cualquier caso todas ellas se basan en la práctica clínica,
a modo de hipótesis que se confirman una y otra vez.
Podríamos ilustrar las mismas ideas expuestas en el citado artículo anterior sobre los Órdenes del Amor describiendo la actitud de alguien (a quien vamos a llamar “N.N.”) ante diversas figuras y acontecimientos de su sistema familiar.
Para ello N.N. se ubica imaginariamente ante sus padres. Puede hacerlo solamente con su imaginación o, de forma más física, utilizar algo o alguien que los represente (fotografías, personas que se presten a representarlos, etc.). Y les dice:
Podríamos ilustrar las mismas ideas expuestas en el citado artículo anterior sobre los Órdenes del Amor describiendo la actitud de alguien (a quien vamos a llamar “N.N.”) ante diversas figuras y acontecimientos de su sistema familiar.
Para ello N.N. se ubica imaginariamente ante sus padres. Puede hacerlo solamente con su imaginación o, de forma más física, utilizar algo o alguien que los represente (fotografías, personas que se presten a representarlos, etc.). Y les dice:
“Os doy las gracias. Lo tomo todo de
vosotros.
Vosotros dais, yo tomo.
Vosotros sois los grandes, yo soy el pequeño.
Siempre seréis para mí los primeros.
Y dedicaré mi vida a sacar provecho de lo que me habéis dado.”
Vosotros dais, yo tomo.
Vosotros sois los grandes, yo soy el pequeño.
Siempre seréis para mí los primeros.
Y dedicaré mi vida a sacar provecho de lo que me habéis dado.”
Veamos, en relación con este texto, algunas precisiones importantes:
- No se trata de una comunicación verbal que N.N. diga o tenga que decir “en vivo” a sus padres. Se trata, simplemente, de una expresión que define una actitud interior. Son palabras que, en este caso, sirven sólo para exteriorizar de forma consciente una toma de posición “ordenada” ante los padres.
- Tampoco se trata de una expresión literal. Cabe, en su lugar, cualquier otro tipo de palabras o frases que mantengan el mismo significado o definan la misma actitud.
- Por último, tampoco se trata de “afirmaciones positivas” en el sentido usual de “pensamientos positivos”. En otras palabras: si la actitud que así se expresa resulta forzada, no se recomienda la técnica de repetir o machacar hasta que “suene” natural. Más bien cabría sospechar algún tipo de dificultad que podría requerir abordaje terapéutico, de modo idóneo a través del método de Constelaciones Familiares.
Acto seguido N.N. mira la imagen de sus padres o de su representación.
Poco a poco se da la vuelta hasta quedar de espaldas a ellos, pero apoyándose
en ellos. Con este cambio de configuración se puede representar el agua
fluyendo de su fuente. A partir de aquí N.N. está en disposición de encarar la
vida o cualquier realidad concreta de la vida (personas, acontecimientos) que
N.N. necesite encarar.
Esta actitud respecto de los padres resulta igualmente apropiada en relación con otros antepasados (abuelos, bisabuelos, etc.), con los matices pertinentes. Así por ejemplo, en relación con los abuelos, la expresión podría ser:
Esta actitud respecto de los padres resulta igualmente apropiada en relación con otros antepasados (abuelos, bisabuelos, etc.), con los matices pertinentes. Así por ejemplo, en relación con los abuelos, la expresión podría ser:
“Me inclino ante vosotros como mis
anteriores.
Y os doy las gracias por mis padres.
Gracias a vosotros yo los tengo.
Lo tomo todo de ellos, y todo lo que viene de vosotros a través de ellos.
En memoria vuestra le sacaré provecho.”
Y os doy las gracias por mis padres.
Gracias a vosotros yo los tengo.
Lo tomo todo de ellos, y todo lo que viene de vosotros a través de ellos.
En memoria vuestra le sacaré provecho.”
Incluir expresamente a otros antepasados produce, normalmente, una
experiencia de mayor fuerza para encarar la vida. Utilizando la misma imagen anterior,
cuando N.N. se da la vuelta y se apoya en sus padres se encuentra, tras ellos,
toda la hilera de antepasados, tan larga como pueda imaginar o confeccionar.
Todo un caudal de vida anterior tiene su continuidad hasta N.N. y, a través de
él, hacia generaciones nuevas.
En el pasado han podido suceder acontecimientos trágicos. Uno de los padres, o cualquier otro antecesor, ha podido tener un destino difícil: pudo, a su vez, haber perdido temprano a uno de sus padres, haber perdido un hijo también a edad temprana, haber tenido una enfermedad dolorosa, una muerte trágica o violenta, haber sido encarcelado, haber sido objeto de abusos, etc. O lo contrario: puede haber sido perpetrador de desgracias ajenas. En tales casos es importante que N.N. se dirija a él expresando, de una u otra forma, lo siguiente:
En el pasado han podido suceder acontecimientos trágicos. Uno de los padres, o cualquier otro antecesor, ha podido tener un destino difícil: pudo, a su vez, haber perdido temprano a uno de sus padres, haber perdido un hijo también a edad temprana, haber tenido una enfermedad dolorosa, una muerte trágica o violenta, haber sido encarcelado, haber sido objeto de abusos, etc. O lo contrario: puede haber sido perpetrador de desgracias ajenas. En tales casos es importante que N.N. se dirija a él expresando, de una u otra forma, lo siguiente:
“Ahora te veo, y te doy un lugar en mi
corazón.
Respeto tu destino, y la forma como lo llevaste.
Y también tomo lo que de ti viene.
Le sacaré provecho en tu memoria.
Por el momento me quedo en la vida, y te ruego me mires con buenos ojos si me va bien.
Y ahora me retiro, y te dejo con los tuyos.”
Respeto tu destino, y la forma como lo llevaste.
Y también tomo lo que de ti viene.
Le sacaré provecho en tu memoria.
Por el momento me quedo en la vida, y te ruego me mires con buenos ojos si me va bien.
Y ahora me retiro, y te dejo con los tuyos.”
Si dos antepasados han sido infelices juntos, o han tenido conflictos
importantes entre ellos, se puede incluir:
“Me inclino ante vosotros, y no os juzgo.
En mi interior sois uno.”
En mi interior sois uno.”
Un aspecto importante en el enfoque de Bert Hellinger es que los
vínculos de sangre que conforman el alma familiar no son sólo los de vida, sino
también los de muerte. Dicho de otra forma: entre perpetradores y víctimas
(asesinatos, violaciones, hechos de guerra, etc.) se crea un vínculo tan fuerte
que los incluye igualmente en el alma familiar (de unos y otros, en este caso).
Y, como vimos en el artículo anterior, el alma no tolera exclusiones. Por ello,
en los hechos trágicos que N.N. mire en relación con sus antepasados, es
necesario incluir a las otras personas afectadas, sean víctimas o
perpetradores, de la siguiente forma:
“Te veo a ti, y te veo también a ti.
Me inclino ante vosotros, y no os juzgo.
Respeto vuestro destino y la voluntad superior que os condujo a él.
Y también puedo veros reunidos en la muerte.
Por favor, miradme con buenos ojos si me oriento a la vida y en ella me va bien.
Y ahora me retiro y os dejo en paz.”
Me inclino ante vosotros, y no os juzgo.
Respeto vuestro destino y la voluntad superior que os condujo a él.
Y también puedo veros reunidos en la muerte.
Por favor, miradme con buenos ojos si me oriento a la vida y en ella me va bien.
Y ahora me retiro y os dejo en paz.”
Sólo es posible lograr la paz cuando, más allá
del cualquier esquema de buenos y malos o de culpables e inocentes, N.N. o
cualquiera de nosotros podemos confiarnos a la vida y a sus, a veces,
inexplicables vericuetos.
Paco Sánchez. Psicólogo.
Terapeuta gestáltico. Formado en Psicoterapia Integrativa con Claudio Naranjo y
en el modelo sistémico aplicado a familias.
Un sitio muy completo,
recomiendo visitar: http://ordenesdelamor.com/index.html
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